sábado, 23 de abril de 2011
Nostalgias de ficción: El diablo en la ciudad blanca
No hay caso: cada vez que acepto que me presten algún libro tengo que leerlo inmediatamente; de lo contrario se vuelve una presencia molesta como el zumbido de una mosca a la hora de la siesta. OK, no más metáforas, vayamos a lo nuestro. Empecé a leer "The Devil in the White City" cuando todavía estaba haciendo turnos en el sanatorio. Me lo había prestado una compañera de laburo con la que me gusta charlar de libros y películas. Me contó que se trataba de la exposición universal de Chicago de 1893 y del primer asesino serial gringo y me pareció una buena combinación: el universalismo de fines del siglo XIX, la demencia de una ciudad caótica, sucia y ambiciosa como Chicago en esa época, chusmeríos de arquitectos y urbanistas y la cereza de la torta: el morbo de un asesino con predilección por señoritas que llegaban solas y llenas de ilusiones a la gran ciudad.
Me desencanté un poquitín cuando vi en una nota inicial que el autor (Erik Larson, por si a alguien le interesa) decía, orgullosísimo, que el libro no era una obra de ficción. Todo lo que esté entre comillas, seguía, viene de algún documento escrito. Los hechos históricos que noveliza superan los niveles de verosimilitud y fantasía de muchísimas ficciones y es totalmente justificable que alguien haya querido dar cuenta de semejante concatenación de hechos en una narración: la carrera contra el tiempo de Burnham, el director de obras de la exposición, para construir una feria que superara a la de París en escala, belleza y popularidad; los incendios, tormentas de nieve y la peor crisis económica de la historia de Estados Unidos que, contra todo pronóstico, logró superar; los ojos azules de un asesino que se construyó su propio palacio del horror y que vendía los esqueletos de sus víctimas a facultades de medicina de las proximidades, etc. Sin embargo, la preocupación por la legitimad del relato y la necesidad permanente de hacer referencias a documentos hicieron que terminar la novela, en mi caso, fuera un acto de disciplina.
Ojo, aprendí un montón y me ayudó a entender un poco más la historia gringa (bueh, no sé si tanto como "historia", pero algo así como rasgos de su idiosincracia). Pero tanta referencia afectó el ritmo de la narración, que muchas veces se iba por las ramas solamente para dar cuenta de un hecho curioso que llamó la atención de su autor. Primero pensé que mi reacción tenía que ver con issues personales con la no-ficción, pero acá mismo ya hablé de dos libros que me encantaron: las memorias de Simone de Beauvoir y la historia del arte de Gombrich. Y ahí me di cuenta de que la diferencia es que ambos adoptan abiertamente puntos de vista muy personales y subjetivos desde el vamos. Lo que me rechinó de Larson fue, justamente, su pretensión de verdad, de raconto objetivo, su rigor científico.
El libro, sin embargo, me dejó una imagen hermosa que hizo que valiera la pena leerlo: una cita que no conocía y que le da el nombre al primer capítulo. Parece que Goethe dijo que la arquitectura era música congelada. Me quedé pensando en Chicago y en otras ciudades como partituras.
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